El derecho a la alegría
El mes pasado empecé el gimnasio. Ya pasó más de un mes, así que tengo la autoridad moral para contarlo. Las dos primeras semanas fueron bárbaras, pero después de eso, lo que debería haber sido un momento de cuidado personal rápidamente se convirtió en una guerra mental. Me acuerdo especialmente de un día que, mientras pedaleaba en la bici fija, mi cabeza me empezó a atacar: ¿En serio estás acá levantando pesas mientras el país se derrumba? Hay gente que ni siquiera puede comer, y vos dedicando horas a algo tan superficial. Mejor usá este tiempo para algo más productivo: doná tu dinero, presentale un proyecto de ley a algún concejal, o, por lo menos, pintá las carpinterías que se te caen a pedazos. Es como si mi cerebro creyera que sentirme culpable por hacer algo para mí, contara como un acto de bondad hacia el resto del mundo. "De nada, humanidad", pensé al estilo Mafalda, "te salvé con mi culpa al hacer ejercicio". Y aunque mi supuesto “gran pecado” fue...