El derecho a la alegría
El mes pasado empecé el gimnasio. Ya pasó más de un mes, así que tengo la autoridad moral para contarlo. Las dos primeras semanas fueron bárbaras, pero después de eso, lo que debería haber sido un momento de cuidado personal rápidamente se convirtió en una guerra mental.
Me acuerdo especialmente de un día que, mientras pedaleaba en la bici fija, mi cabeza me empezó a atacar: ¿En serio estás acá levantando pesas mientras el país se derrumba? Hay gente que ni siquiera puede comer, y vos dedicando horas a algo tan superficial. Mejor usá este tiempo para algo más productivo: doná tu dinero, presentale un proyecto de ley a algún concejal, o, por lo menos, pintá las carpinterías que se te caen a pedazos.
Es como si mi cerebro creyera que sentirme culpable por hacer algo para mí, contara como un acto de bondad hacia el resto del mundo. "De nada, humanidad", pensé al estilo Mafalda, "te salvé con mi culpa al hacer ejercicio".
Y aunque mi supuesto “gran pecado” fue una hora en el gimnasio, las voces en mi cabeza eran implacables. ¿Estás fortaleciendo tus musculitos mientras tanta gente está luchando por sobrevivir? Mejor dedicá tu energía a algo que realmente importe. Sumate a alguna marcha. Escribí algo útil. Hacé algo relevante.
Los psicólogos llaman a esto “pensamientos intrusivos”, esas ideas molestas que aparecen cuando intentás enfocarte en el presente.
Al otro día le conté esto a un amigo y terminamos tocando temas pesados: el cambio climático, la política de Milei, los problemas sociales, y cómo la plata que uno gana parece desaparecer en el aire. Discutir con alguien que escucha y piensa de buena fe es enriquecedor; podés disentir sin que la conversación se vuelva tóxica o ideológica.
Como suele pasar en este tipo de charlas, llegamos a esa pregunta existencial: “¿Qué sentido tiene todo esto?” Y ahí estaba yo otra vez, cayendo en ese pozo de desesperación, buscando soluciones, acciones, algo concreto que pudiera “hacer”.
Mi amigo levantó los hombros. Yo sentí otra vez esa culpa incómoda, con ganas de levantarme e ir a arreglar algo, contribuir de alguna forma. La idea de disfrutar o incluso de estar al pedo me parecía egoísta, desconectada de la realidad.
Algunos, como Viktor Frankl, dicen que encontrar significado y pequeñas alegrías incluso en los peores momentos es una forma de resistir la deshumanización y mantener la dignidad.
Y estoy de acuerdo.
Sin embargo, sigo sin encontrar esa línea divisoria. ¿Dónde está el límite entre vivir con integridad, permitiéndote momentos de alegría como un derecho, y ser indiferente o cómplice del bajón de los demás? Ni siquiera hablo de grandes crisis globales, sino de lo cotidiano. ¿No es ser cómplice estar en un restaurante mientras tantas personas no tienen ni para pagar los remedios?
“No lo vas a arreglar, ni vos ni nadie” me dijo mi amigo.
Y tenía razón. No voy a arreglarlo. No voy a solucionar casi nada. Lo más cercano que puedo hacer es escribir para desconocidos en un blog y calmar mi sistema nervioso un rato como para seguir adelante con mi día.
Le respondí, medio en broma: “¿Cómo se hace para disfrutar, cuando todo este quilombo (hago un gesto amplio con las manos) sigue sonando de fondo?”
“Un trago a la vez,” dijo, levantando su copa. Un trago a la vez.
Touché.
No sé cómo distinguir entre complacencia, complicidad y el derecho a la alegría.
¿Es egoísta disfrutar la vida? Quizá. Pero hay algo que sé, sin dudarlo:
En los momentos en los que más sufrí, cuando me sentí solo, perdido o roto, deseé con todas mis fuerzas que las personas que quiero estuvieran en algún lugar hermoso, con la panza llena y hablando de arte, filosofía, películas o tonterías como ésta.
Adieu!