Un poco de amor francés

 Me enteré de que en junio murió Françoise Hardy, qué pena me dio. La música de Françoise me acompañò bastante cada vez que estuve con problemas de autoestima. La elegancia de su voz, su imagen extraordinaria y el acento francés nativo me volvieron loco desde que la conocí. Se dice que el argentino siempre admiró a la comunidad europea y su estilo de vida, en especial a los franceses, de quienes por algún extraño motivo yo también me siento atraído.

Asì que me senté tranquilo en mi escritorio a escuchar a Hardy en Spotify con un pantalòn pinzado color azul y una camisa de algodón también azul con rayas blancas que daban el toque marinero atemporal y sofisticado que la situación requería. Desearìa haber estado en un departamento con vistas al Sena y que la música estuviera saliendo de un toca-discos de vinilo en lugar del altavoz de mi computadora pero, aún asì, me sentì transportado a esos momentos glamorosos de la vida en que todo parece fácil, fluído. No estoy pensando en dinero, fama ni estatus, es más bien un estado de seguridad y bienestar intrínseco. Vamos a ver si me explico.


En alguna versión de mis sueños como hombre mayor, siempre estoy en un departamento mediano con hermosos pisos de madera antigua y carpinterìas altas y blancas, rodeado de libros y plantas, con artistas que entran y salen para comer y conversar. O en una cabaña cerca del mar con algunos amigos tomando café con leche en un patio cubierto de vidrio. Pero miro las cortinas desteñidas por el sol, o la alfombra de pelo gastado que está en la base de la escalera de mi casa, y me recuerdo refunfuñando que no son las cosas, los objetos y las posesiones lo que hacen una vida.


Recientemente, alguien me contó que caminaba por su casa con un libro de autoayuda. Pero de esos que finalmente te hacen sentir una mierda por haber tomado decisiones equivocadas, o porque no terminaste viviendo una vida de picnic en un lugar idílico, o lamentándote de por qué tu casa no se vé como algún otro cree que debería verse. 


Existen diferentes versiones de nosotros mismos; las diferentes vidas que hemos vivido, y quizás aún más peligrosas, las que podríamos haber vivido. Aquellas por las que sentimos nostalgia, en las que podríamos estar viviendo si solo hubiéramos tomado unas pocas decisiones de manera diferente. Nos preguntamos a dónde nos habrían llevado los diferentes caminos. Soñamos con hipotéticas realidades diferentes a la actual. Para mí, el peor FOMO, es sentir que hay una versión de mí que podría haber abandonado y no lo hice.


Por supuesto, es un lujo sentirse así: poder elegir dónde vivir, con quién hacerlo o de qué vivir. Pero también hay algo intrigante en el hecho de sentirse atraído por diferentes realidades, en sentirse como en el medio. Y que si no atendés esos lados de vos mismo, probablemente sientas que te estás desintegrando, que el suelo firme se erosiona bajo tus pies.


Me mata ver fotos glamorosas de escritores dando charlas o eventos artísticos de Buenos Aires porque siempre siento que me estoy perdiendo algo, que no estoy en el lugar donde fluye la energía creativa o abundan las conexiones.

Pero al toque agarro la guitarra, o me calzo los audìfonos, o me pongo a escribir un cuento, o me tiro a ver la puesta de sol desde el sofá mientras las nubes cambian de blanco a amarillo, a rosa, a púrpura oscuro, y me recuerdo a mí mismo que hay todo tipo de conexiones que nos hacen sentir como nosotros mismos.


No todas las vidas pueden ser vividas. Las conexiones están donde las hacemos, y realmente solo existe el momento actual. Y además, obviamente, lo que para uno es intenso para otro es aburrido; el ideal de muchos podría claramente ser la ruina de los demás. “Gustos son gustos”, dijo una señora.


Se ha escrito mucho sobre el gusto. De lo que es, de cómo se desarrolla, de cómo lo cultivamos. Lo consideramos "bueno" o "malo", hacemos juicios sobre las personas que suponemos que "lo tienen" o no. A menudo pienso en el gusto como una forma de coleccionismo: extraer colores, texturas, lugares, formas, olores y sonidos que nos hacen sentir como nosotros mismos y tenerlos cerca. Queremos sentirnos como la versión completa de lo que somos, y queremos (necesitamos) declararlo.


Últimamente estuve pensando en el gusto por el anhelo en sí mismo. Es como una especie de codicia por ciertas vidas que podríamos haber tenido, que podrían habernos definido. El anhelo de que algo se vea diferente. Es una forma de nostalgia entretejida con los sueños y aspiraciones creativas que aún abundan, donde por ejemplo nos preguntamos "¿quién soy yo y qué carajo estoy haciendo?"


Tal y como nos declaramos y definimos, el gusto es tanto una proyección como cualquier otra cosa, y todos proyectamos cierta imagen. Sé que la mía es la de un pelado amante de la música, que pasa sus días escribiendo boludeces en un diario mientras toma mate tranquilamente en su casa. No sorprende a nadie, pero la realidad del día a día es un poco diferente.


Sin embargo, nos aferramos a esas proyecciones como hechos, nos comparamos con ellas, nos aferramos a ellas. Y por eso, creo yo, es que secretamente deseamos algo diferente, tal vez algo un poco más fresco, un poco más pulido, que idealice realidades distintas a la que nos está tocando vivir.


En el mejor de los casos, esta romantización nos empuja a disfrutar de las cosas, a encontrar la belleza en lo que tenemos a mano, a crear más, para sacar más jugo de ella. Buscamos lo que nos resulta atractivo, exploramos nuevos lugares, mantenemos la curiosidad. Pero llevado al otro extremo, conduce a una vida de comparación, a la búsqueda de una realidad que, de hecho, no está atada a la realidad real.


"Que siga siendo irregular", dijo Fernando Miralles la otra tarde en una charla sobre comunicación. Estaba hablando de cómo nos presentamos en los grupos, cómo nos mostramos y qué preguntas hacemos: tenemos una tendencia a querer tener una versión perfecta y pulida, y eso nos impide participar. Esa versión pulida no es donde radica lo bueno. Está en el no saber, en lo inacabado, en lo sin adornos. Así es como aprendemos, así es como nos conectamos. Así es como mantenemos la curiosidad. Es nuestro proceso continuo y desordenado.


El gran problema es que buena parte de nuestras vidas se ve avasallada por otras “mejores realidades”. Es fácil de encontrar en las páginas de las revistas de diseño, en las pantallas de nuestros teléfonos, en los libros de sobremesa, y sobre todo en las redes sociales, todo tipo de hermosas versiones de vidas en las que los bordes irregulares, las exigencias de la vida cotidiana, fueron pulidos, barridos debajo de la alfombra.


Esas vidas podrán ser un sueño, pero están desconectadas.


Reconectar es encontrar el camino de vuelta a nuestras ataduras. Rara vez son digitales. Se sienten. Son escuchadas. Son sensoriales. Se pueden encontrar en una canción francesa, en un libro, en una persona, o en una paloma muerta.


El arte, en todas sus formas, es de hecho una excelente atadura.


En mi lista de reproducción, hago un rápido swich mental y cambio de Françoise Hardy a otros artistas italianos, dado que también adoro sus canciones porque mi mamá los adoraba. Y yo estoy hecho de eso. 


Miro para el fondo y, por la ventana, veo los álamos verdes brillantes, los cielos cambiantes de la hora mágica, la luz dorada de las lámparas que se empiezan a encender.


Caliento el agua y agarro un cuaderno. Sé que mi yo del futuro, mi yo nostálgico, y el que está acá conmigo, se sentirán plenamente identificados al leer todo esto que acabo de escribir.


Adieu!



Para seguir leyendo...

Ideas para sacarle la ficha a alguien

El valor real de las cosas

Solitud

Ideas para participar de un concurso

Ideas para pensar mejor

El salto