Una rata muerta

 Hace unos días, en el depósito donde guardamos las bicicletas, las herramientas, etc, me crucé con una rata. Fue la primera vez en mi vida que hice contacto visual con ese bicho singular. Cuando yo salía ella entraba, como si nuestros roles quisieran invertirse solo por curiosidad. 

Con la idea que pueda retirarse voluntariamente, dejé sin éxito la puerta entreabierta, porque pasados dos días, y al regresar al galpón para buscar unas pinturas, escuché el ruido característico que hacen esos intrusos cuando tienen algo que esconder.

“Un día más -pensé- voy darle tiempo hasta mañana para que pueda escapar sin verme obligado a imponer las normas de admisión que tenemos en la casa”.


Pero la rata no quiso irse, así que inicié el protocolo de exterminio que se estila en estos casos. Primero puse un cebo azul, indicado por el ferretero como uno de los más potentes. Al día siguiente el cebo no estaba pero el ruido feo continuaba. Puse una nueva pastilla y nada: rata dos, cebo cero. El tercer día cambié el veneno: unas cuantas semillitas verdes que, según indicaba el prospecto, no provocan la muerte del bicho sino algo así como un trastorno cerebral. El animal come eso, y al rato se desvaría al punto de querer irse a cualquier lado y sea como sea. Pero tampoco funcionó. La rata seguía parapetada como esperando que le acerque el menú del día. 


Así que decidí cortar por lo sano y acudí a la mortífera trampera con queso. Un pedacito de queso debajo de la fatal guillotina no podría salir mal. ¿Adivinaste? se comió el queso y empezamos de nuevo. Cuento corto: así estuvimos dos semanas; y no es joda, dos semanas más. 

Quesos van, quesos vienen, trampas, venenos, humo y hasta el perro le largué. 

No se moría hasta que murió. Al parecer, se terminó comiendo un paquetito de veneno para hormigas que guardaba entre los productos de limpieza y eso hizo que, pobrecita, nos dejara para siempre.


Me enteré de su deceso porque dejó de hacer ruido, pero a su cuerpo no lo vi. Lo que sí, percibimos fue un olor omnipotente que, poco a poco, fue copando toda la casa. Y si hay olor en la casa, y no tenés ganas de vaciar todo el galpón para limpiar adecuadamente, ¿qué mejor peor invento que un buen desodorante? 


Y así pasaron más días, con ese olor persistente. Busqué entre las pinturas, revisé un poco por acá, un poquito por allá y nada. El olor seguía estando. Así que, en vez de encarar dramáticamente el problema, me metí cómodamente en el mundo de los desodorantes de ambiente. Echaba y echaba desodorante, y por un momento, el olor parecía irse, pero luego se mezclaba con el nauseabundo, creando una combinación insoportable. 


Pero esta mañana me harté y me decidí por volver a matar a la rata. Tenía que encontrarla de cualquier manera y sacar su cadáver para que se lleve su aroma para siempre. Y así fue. Encontré la rata muerta, la metí en una bolsa y, sin pena ni pesares, la puse entre la basura y di el asunto terminado.


Si hubiese seguido tirando desodorante o poniendo velas aromáticas, no habría atacado el problema, sino el síntoma. Y ese es el punto al que voy.


Por muchos años, he tratado los síntomas de mis problemas personales sin ir de lleno a la raíz. Tenemos hábitos ocultos, cosas que apestan en nuestras vidas, que no queremos que los demás sepan. Vamos a trabajar o interactuamos con otros y, cuando nos atrevemos a confesar un mal hábito, nos dicen que lo ignoremos o que tomemos medidas superficiales. Nos dicen que hagamos ejercicios de relajación o que meditemos para sentirnos mejor por un tiempo, pero luego volvemos a caer en lo mismo. Porque, por mucha disciplina que nos pongamos, la rata sigue estando entre las latas de nuestra vida y continúa oliendo mal.


Así como una pequeña rata muerta causa un efecto indeseable en nuestro hogar, un mal hábito también causa efectos indeseables en nuestra vida. Están ocultos y, para librarnos de esa basura, de ese olor nauseabundo, no queda otra que ir a la raíz profunda del problema. Esta tarde no vamos a tirar desodorante, vamos a encontrar la rata. Vamos a atacar la raíz, no el síntoma.


Lo que impide el crecimiento y bienestar no siempre es un mal hábito visible. A veces, son cosas más sutiles que nos impiden avanzar. Puede ser desorganización en el tiempo, malos hábitos alimenticios, o adicciones como la pornografía. Estas son las ratas muertas que producen un olor nauseabundo en nuestra vida. Y para librarnos de estos malos hábitos es necesario dar algunos pasitos más.


El primero es admitir que hay una rata. Esto es lo más complejo. Admitirlo es el primer paso para abandonarlo. No podemos resolverlo si no lo reconocemos. La confesión es poderosa. Lo que permanece en la oscuridad crece y da mal olor. Sacarlo a la luz es el primer paso.


El segundo paso es abandonar la rata. No le hicimos un funeral a la rata ni la dejamos en el galpón. La saqué tan rápido como pude y nos deshicimos de ella por completo. Cuando se trata de identificar un problema, a veces es necesario desconectarse de relaciones tóxicas o amistades que nos están haciendo mal. “La estupidez se pega”, dijo Platón, y agregó: no es suficiente vivir; es necesario vivir bien. Y vivir bien significa estar acompañado por las personas adecuadas. A veces, tu problema puede empezar por la gente que te rodea. Si tu problema es la procrastinación o la adicción a los jueguitos o las redes sociales, vas a tener que bloquear algunos sitios y, por ejemplo, buscar la ayuda de alguien de confianza para rendirle cuentas si se te hace difícil cumplir con tu palabra.


A veces hay que tomar decisiones drásticas. “Si tu ojo derecho te hace caer, arráncalo”, dijo uno. Esto significa arrancar por un tiempo aquello que te desconecta del bienestar y te conecta con la debilidad. Puede ser internet, el cable, Mercadolibre, Netflix, el Game of Thrones, no sé. Hay algo que quizás te atrapa y no te permite ser libre, y si tenés que arrancarlo hasta sanar, tendrás que hacerlo. La rata va a empezar a oler cada vez peor y no vale la pena.


El tercer paso es orientar la vida a un par de metas y principios. Y existe una fórmula para eso: hay una sumisión vertical a los ideales y una sumisión horizontal a los seres queridos y a la comunidad. Necesitamos romper el aislamiento y someternos (en el buen sentido) a alguien en quien confiemos, alguien que también haya lidiado con ratas y sepa cómo sacar el olor, alguien a quien podamos llamar en cualquier momento para pedir ayuda.


He visto personas enfrentar y superar adversidades inimaginables, y eso me enseñó que la capacidad humana para la recuperación y la adaptación es extraordinaria. Es importante recordar que, aunque el camino puede ser difícil y doloroso, no estamos solos en él. La conexión con otros, el apoyo adecuado y la voluntad de trabajar en uno mismo pueden llevar a una sanación profunda y duradera. La esperanza y la resiliencia son inherentes al ser humano, y siempre hay espacio para la recuperación y el crecimiento personal, sin importar lo turbia que parezca la situación.


Ustedes conocen esta historia: una vez, una mujer fue sorprendida en adulterio y la sacaron desnuda, envuelta en una sábana, para ser juzgada y apedreada. La mujer, en su desesperación, intentó buscar ayuda pero le dijeron esto: nadie es quién para juzgarte, vete ahora y no peques más. Esto significa: ponete en movimiento, no te quedes ahí estancada; reinicia tu vida ahora, no mañana; y no vuelvas a caer en el mismo error.


Admitir el problema es el primer paso para resolverlo. Desinfectar periódicamente los galpones, revisar los agujeritos o mantener la puerta cerrada, es fundamental. Tratar de encontrar la moraleja de cada problema equivale a no permitir que este problema vuelva. Pueden venir otros desafíos, pero no este. La rata se va de la casa y respiramos aire puro.



Adieu!


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